Platón y la alegoría del auriga y los dos caballos

Definir la felicidad ha sido un tema recurrente de la filosofía desde tiempos inmemoriales. Platón entendía la felicidad como el fin o meta más elevada de la vida. En realidad, el concepto que Platón y otros filósofos de la Antigüedad utilizaban para referirse a la felicidad era “eudaimonia” (εὐδαιμονία). La palabra eudaimonia es comúnmente traducida como felicidad, bienestar o vida buena, también como florecimiento humano.

Los filósofos antiguos sostenían que el sentimiento más intenso de infelicidad surgía cuando uno no alcanzaba la eudaimonia. El pecado o hamartia (ἁμαρτία) era no alcanzar los objetivos más elevados de la vida lo cual constituía la esencia de la tragedia, según los pensadores antiguos. El individuo que no era lo suficientemente heroico como para estar a la altura de ese objetivo superior no alcanzaba el estándar eudaimónico y, como consecuencia de ello, la desgracia le sobrevenía. El individuo caía presa de su propia fragilidad, experimentando así infelicidad no por ser el peor de los villanos, sino por no vivir a la altura de su ideal eudaimónico.

Platón describió dos formas diferentes de felicidad en la instructiva alegoría «El auriga». Un auriga, recordemos, era la persona que debía conducir la biga, vehículo ligero tirado por dos caballos, que era el medio de transporte de algunos romanos, principalmente de los comandantes militares. Platón en su obra Fedro, describe la historia de un auriga que conduce dos caballos de carácter totalmente opuesto. El primero es apasionado e impulsivo. Se distrae fácilmente con deseos fugaces y se desvía fácilmente del camino. Este caballo está interesado en los placeres instantáneos. Estas características hacen que el auriga deba estar siempre atento a su conducta y nunca pueda tener un momento de tranquilidad ya que no puede confiar en que el caballo se guíe a sí mismo hacia el camino correcto.
El segundo caballo es una criatura noble. Ama lo honorable, lo modesto y lo moderado. De conducta ejemplar, este caballo sigue su camino hacia la meta a pesar de las muchas distracciones que pueda encontrar en el camino. El auriga le ha inculcado buenos hábitos y lo ha entrenado de manera tal que tiene una confianza implícita en el animal, seguro de que nada podrá desviarlo de su derrotero.

La alegoría del auriga y los dos caballos expresa las dificultades que a veces atormentan al alma humana. El auriga tiene serias dificultades para guiar a los caballos que se debaten entre dos direcciones contrapuestas, al igual que ocurre con los dilemas del alma. Es que somos a la vez el caballo salvaje y el caballo bien entrenado. Albergamos al mismo tiempo pasiones bajas e intenciones nobles y a cada tanto dudamos sobre qué “caballo” debemos elegir para sentirnos felices.

Lo que ejemplifica el primer caballo es la búsqueda de deseos fugaces, de placeres fáciles e instantáneos. Si bien puede resultar tentador, rara vez un estilo de vida basado en la satisfacción inmediata de deseos efímeros da como resultado una vida completa y bien vivida. En una sociedad inundada de publicidad que equipara esos deseos y placeres con la buena vida, a menudo nos vemos tentados a considerarlos símbolos de estatus y prestigio, pero en el fondo sabemos que no son más que cáscaras vacías.

En general, la felicidad parece estar más asociada con el segundo caballo. El caballo de noble porte traza un rumbo hacia el verdadero objetivo del viaje, reconociendo los deseos fugaces y los placeres instantáneos como distracciones que lo alejan de la profunda satisfacción de alcanzar la meta, que en el caso de los humanos sería el ideal eudaimónico. Ahora bien, podría argumentarse que si por alguna razón no logramos alcanzar esa meta elevada, ¿no bastaría con simplemente disfrutar de esos placeres pasajeros que la vida a veces nos ofrece? La respuesta de los antiguos filósofos es que la más profunda y serena satisfacción en la vida no se encuentra en la finalización del viaje, sino en la totalidad del camino hacia ese objetivo. Ya sea que lo alcancemos o no, es la búsqueda de ese ideal lo que genera verdadera satisfacción.

La felicidad (o, para ser más precisos, la eudaimonia) no es la meta sino el camino.

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